En los nueve meses que estuve sin mandar esta newsletter no escribí nada. Nadita. Algún poema suelto que subí a mi instagram. Pero nada más. Mi relación con la escritura se tornó tan tóxica que tuve que tomarme un tiempo y poner distancia, como siempre hago cuando intento gestionar todo aquello que me resulta extremadamente doloroso. De repente dejé de verle sentido al propio hecho de escribir y simplemente se convirtió en una fuente de frustración e inseguridad constante. Nada de lo que escribía era lo suficientemente bueno. Nada merecía ser leído. Nada iba a causar algún tipo de impacto en la gente. Nada iba a ser narrado por otra voz que no fuera la mía. Nada iba ir más allá de la pantalla del ordenador –ojalá papel– donde se quedaría estático para siempre. Entonces, ¿para qué escribía? Pero estos nueve meses de parón no fueron del todo improductivos. Como si de una gestación se tratara dentro de mí fue creciendo una convicción, una conclusión, una respuesta sanadora. Escribo porque puedo.
Intenté, sin mucho éxito, escribir para mí. Para entenderme. Pero yo no quería escribir para leerme yo. Para eso no me hacía falta escribir. Yo no quería tener un diario, porque eso es otra cosa diferente a escribir y siempre lo he sabido. Yo quería escribir para alguien. Para hacer algo. Yo quería tener una motivación que me hiciera sentarme en mi escritorio sin barnizar, con la taza de café marcando la madera y enfriándose lentamente mientras tecleo a diferentes velocidades y confundo las comas con las motas de la pantalla. Yo quería sentir que era un proceso completo y complejo que lleva a algún lugar tangible. Que las horas dedicadas y el espacio concreto se transformaban en otra cosa diferente, atemporal y aespacial. Que se materializaba en algo abstracto y a su vez en algo concreto. Que de alguna forma la gente pudiera acariciar mi escritura –tanto metafóricamente como literalmente– y que esta les acariciara de vuelta. Yo quería tener un propósito y que este, a su vez, tuviera un origen. Yo quería escribir a pesar de y sobre todo.
Fue en esa búsqueda incesante del foco cuando descubrí que no tenía ninguno. Y que nunca lo iba a tener. Solo tenía una amalgama de historias que no merecían ser contadas y un número limitado de palabras que entre sí nunca quedaban bien. Todo lo que quería decir no interesaba, empezando por mí. Todas las formas en las que lo hacía resultaban insuficientes. Todo era inútil y un sinsentido. Todo mal todo el rato. Y sin foco, sin satisfacción, sin objetivo, sin propósito, sin historias me quedé sin escribir. Maté esa parte. Pasé el duelo. No escribí nada durante nueve meses. Yo ya no era escritora en ninguna de las acepciones. Y fue lo mejor que me ha pasado nunca. Saber que nunca voy a ser escritora. Tener la certeza absoluta de que esa parte de mí ya no existe. Porque con ella se va la presión, con ella se va el dolor, con ella se va la frustración y con ella se va la búsqueda incesante de un algo que nunca jamás iba a llegar.
Entonces, ¿qué hago escribiendo? Porque, como he dicho, puedo. Porque en estos nueve meses entendí qué me mueve a escribir y de qué forma, y no es ser escritora. Entendí que escribo porque tengo una voz que es mía, solo mía, y en algún momento debe salir, y esta es una forma igual de válida que las otras. Escribo porque es la única forma de hacer tangibles las cosas que me pasan. Porque, como dice Annie Ernaux, “el hecho de haber vivido algo, sea lo que sea, otorga el derecho imprescindible de escribir sobre ello. No existe una verdad inferior.” Y entendí que lo único que necesitaba era ejercer este derecho. Saber si, como ella también dice, deseo escribir sobre eso. Si deseo escribir, entonces, es que es importante. Y si es importante, merece ser dicho.
Recordé también, entonces, mi poema favorito en el mundo entero:
Había que escribir sin para qué, sin para quién.
El cuerpo se acuerda de un amor como encender la lámpara.
Si silencio es tentación y promesa.–Alejandra Pizarnik
Y después de martirizarme algún tiempo por haber tenido la respuesta delante pero no haberle hecho caso volví a entenderlo todo. Había que escribir sin para qué, sin para quién. Había que escribir, simplemente. Había que matar a la escritora. Había que hacerlo para poder sanar lo que sin duda supone mi relación más larga, la mía con la escritura. Había que asesinarla de forma sangrienta para que otra menos dolorosa pudiera ocupar su lugar. Quiero creer, además, que Pizarnik escribió ese poema pensando en Cortázar, al fin y al cabo escribir sin para qué y sin para quién es escribir atravesando el túnel. Es destrozar la montaña para cruzarla sin saber qué hay al final. Es matar a la escritora y con ella la escritura. Pasar al otro lado con los ojos cerrados. Conseguir llegar a lo mismo desde otro lugar: escribir. Esta vez sin para qué, sin para quién. Porque puedo.
Volví a escribir, entonces. Sin necesidades que cubrir. Sin expectativas que alcanzar. Sin dolores que sanar. Solo para ejercer mi derecho imprescindible y crear la forma en la que la escritura supone mi muerte y redención.
La recomendación musical de hoy es una versión en acústico que me parece fatal que no esté en Spotify. Es preciosa. Y ya.
Gracias por leerme. 💛
el mundo es de las valienteees! 💛 recomiendo siempre la lectura del camino del artista, si no lo leíste ya: sobretodo por la idea que intenta transmitir de cómo escribiendo (o practicando cualquier otro arte) nos ponemos nosotras y nuestras obras "al servicio", con la fe de que van a llegar a los sitios exactos a los que tienen que llegar y nada más
Pues...estoy encantada de que hayas vuelto! Te acabo de descubrir.
Y...qué buen punto haces acerca de que escribir para alguien no es lo mismo que escribir un diario. Yo empecé mi newsletter como si fuese un diario (la costumbre) y poco a poco, me he dado cuenta de que el hipotético lector se convierte en una de las piezas clave de mis textos... Así que si, escribamos aunque no tengamos "para quién" pero, el hecho de que pueda existir la más remota posibilidad de que alguien lo haga, lo cambia todo. Al menos, ese está siendo mi proceso...Un abrazo!!