Se me acercó una señora con acento de fuera y me preguntó si era de aquí. Le dije que más o menos. Porque si le decía que me apellido Morín, que es el único que sobrevivió al Perdomo, al de León y al Arráez no lo iba a entender. Tampoco entendería la pena que me entra cuando sé que el Morín también se va a perder.
No podía decirle que no sé si soy de aquí porque desde que volví parece que es más normal hablar con acento italiano que el resurgir del cloquío conejero que me sale a los dos días. Ese con el que hablaba mi abuela que tuvo que irse a una isla de las grandes dejando a dos hijas pequeñas detrás. Ese que ellas mantuvieron, aun cuando se fueron, ya más grandes, con mi abuela. Ese que tengo yo a ratos, pero que nunca me permitirá volver a echar raíces en el rofe.
Tampoco iba a explicarle la historia de que la casa esa que ve de la ventana grande es casi mía. Que ahora no, pero que algún día lo será, porque ha sido de todas en la familia desde siempre. No iba a entender nada si le contaba que esa casa donde rompe el mar se la dieron a mi bisabuela porque ella tenía otra donde iban a poner unas salinas. Que ahora es muy bonita y moderna, pero que yo la viví siendo un cuartillo de paredes anchas levantadas con arena y agua de mar donde cenaba una sopa maggi en verano.
Le podía señalar el teleclub, que ella ni sabría lo que es, y contarle cómo con once años me partí una pierna ahí y me pasé todita la segunda quincena de agosto sentada en la orilla maguada mirando el mar y echándome agua en la cabeza con un baldito. Tampoco sabría lo que es la magua. Y encima le parecería raro que en ese teleclub pusieran en fiestas las salchipapas con salsa de piña.
No sé si me entendería si le contara que de pequeña iba a pescar fulas y pejeverdes al muellito y luego me los comía fritos. Que intentaba coger cabosos de los charcos una red cuando bajaba la marea, pero que de esos ya casi no quedan. Que yo los veía cuando margullaba impulsándome con las chapaletas, y salía toda espantada porque más que chuchos en la arena veía todo llenito de sebas.
Saldría corriendo descalza por los callaos y le diría mira, mira esta piedra tiene un saliente aquí, y si te metes aquí te picas toda con los erizos. Que yo no bajo por el varadero que me resbalo. Que yo sí sé caminar por las piedras sin escarpines.
Y a ver cómo le explico que cuando me interrumpió estaba yo pensando que mi madre me pidió que le llevara chícharos y millo para hacer potaje y caldo, pero que a mí eso no me gusta. El de trigo no lo sé, porque no puedo comérmelo. Lo que sí me como es el ojo del pescado sancochado. Lo hurgo con el dedo, lo saco y me lo como. Mi madre se come el resto de la cabeza. Que cuando fui a comprarlo me dio un poco de pena que en la tiendita no supieran cómo tratarme, porque no soy de aquí. Pero tenían claro que tampoco era guiri.
Que si ella fuera una viejilla de las del pueblo y se me acercara, me cogiera del brazo fuerte y, bien jocicuda, me preguntara “y tú de quién sos?” yo le diría “soy bisnieta de María Luisa”. Y sería más fácil que decirle “más o menos” y empezar a explicarle todo, porque con eso se quedaría calladita, y sí que lo entendería todo.
Este texto debería haberse enviado el día 15 pero, por causa de fuerza mayor lo mando hoy. El próximo será el último día de julio.
Es bonita y con toque de nostalgia la sensación que deja el texto, gracias Sara.